viernes, 4 de mayo de 2007

ZÁSTARAS Y LA GARGANTA


ZÁSTARAS Y LA GARGANTA.


De tremendas gargantas hablaba mi abuela cuando ambas éramos más jóvenes, cuando aún las dos estábamos vivas. Yo, que como ella soy casi de ciudad, siempre las imaginé inmediatamente debajo de la tremenda cabeza de un gigante, sirviendo de acceso a un espantoso pecho peludo.
Me hablaba de enredaderas azules que trepaban a los árboles y de grutas con agua que convertía en estatuas de hielo a quién osaba beber de ellas. En sus historias solía haber caminos en los que se perdían niños, y animales sin microchips vagando por las sierras y amedrentando rebaños soleados. Todo era tan grande, tan salvaje y tan imperecedero que creo haber pasado años buscando los lugares en los que soñaba con ella a la luz del brasero de dos resistencias.
Quiso la suerte que mis huesos vinieran a dar un buen día con estas montañas, con sus grutas, sus gargantas inmensas, sus enredaderas y sus rebaños y desde entonces, cada mañana, cuando paseo por los barrancos o recojo leña para la chimenea siento haber pasado demasiado tiempo escuchando sirenas sin mar, de las que no encantan a nadie, de las que aceleran la circulación de las calles y la de nuestros circuitos.
Cada vez me cuesta más encontrar sentido a la ciudad, a sus luces y sombras, a su ritmo interdependiente. El tiempo aquí arriba se dilata, es otra cosa porque las horas no te engullen y siempre es presente.
Nada es comparable ya con leer un buen libro al sol o con escuchar como se asoma la luna tras el peñón de la carretera de Mieles.
He tenido que aprender a reparar mi bicicleta, a cocinar sin casi de todo o a pasar frío, a escuchar a quién venga porque por aquí no viene casi nadie y ya llegar tiene su mérito; a hacer de carpintero, de peón albañil y de escribiente. A pintar más despacio, a callar y a cantar cuando estoy sola y aún he de aprender el nombre de muchas plantas que se beben y hacen bien, o con las que se puede guisar un buen caldo a mediodía.
El único reloj que escucho, por curiosidad, es el de la iglesia que explica con detalle los cuartos, las medias, los tres cuartos y las enteras, y sólo atiendo a la llamada del panadero cuando vocea desde la plaza las tortas de aceite o el pan del día, la de quién necesita una mano para acarrear ladrillos o la de alguna fiesta casera.
Este es un pueblo que embruja con claridad de magia blanca, sin tropezones y aunque suceden muchas cosas pequeñas, al dormir cada día sueñas placidamente como si nada separara la vigilia del sueño. Las historias se deslizan, casi no ocurren, la letra es clara y su música tibia. Y es que la canción que entona este lugar sale del oído de cada uno, quizás por eso es posible escuchar cientos de sonidos que nadie hace, sencillamente el pueblo suena, sus barrancos suenan, suenan sus árboles y las fuentes, el perro de José, el viento, los cascos de un caballo, los guijarros del río, las ranas, los palos y las piedras. Las chicharras.
Aunque nadie hubiera reparado el reloj se sabría la hora por los olores. Hay olores de buena mañana, de mediodía, de anochecer y de tarde. Bien entrada la noche, sobre todo si es fría, el pueblo deja de oler y se duerme. Se para el tiempo y sólo la radio con su música nos permite barruntar que existen otros mundos, otras gentes y otra forma de vivir al otro extremo de la carretera.
Zástaras, escribo tu nombre por obligación, como un homenaje, porque maldita la gracia que me hace pensar que te llenarás de visitantes algún día.
No te quiero solo para mí, pero sí sin mucha gente. Con un puñado de hombres y mujeres al sol y escaso ruido. Con tu música y con la de los que permanecen. Quizás con alguien muy cariñoso que sepa de bicicletas y niños para la escuela. Este extravagante y sereno discurrir de tus días me tiene loca, de contenta. ¡Si mi abuela casi de ciudad supiera que esas gigantescas gargantas no eran un cuento…!

PAZ ISLA. 2007

1 comentario:

Anónimo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.