jueves, 10 de mayo de 2007

EL LARGO OLOR DE LA RETAMA

Autoría de este texto compartida con Nicolás, 14 años.
Una gota a punto de desprenderse de la hoja de un fresno o las reflexiones de Juan Gelman con Enrique Morente al fondo, en la huerta de San Vicente; el olor de la retama o una buena película justo antes de cenar en la crepería de la esquina… Es difícil elegir entre la ciudad y el campo, es difícil ser definitivos y optar, sobre todo cuando Morente y la película están a un paso, y a dos esa gota y la retama.
El campo y la ciudad se van hermanando. Como villas lejanas de las que alguien hubiera descubierto ancestros comunes, la ciudad y el campo se aproximan, se prolongan en las vidas de estas nuevas generaciones de trashumantes sin rebaño. Ora la cerca, ora el semáforo.

Cada vez es más frecuente tropezar con personas que gestionan una rica actividad profesional desde algún lugar remoto o con aquellos otros u otras que reciclan sus conocimientos para encauzar trabajos y sistemas de vida que les permitan salir de las grandes urbes.
Apenas queda medio centenar de personas en la aldea de la que a veces escribo.
Los fenómenos migratorios son curiosos.

Ingentes cantidades de personas van y vienen por la superficie de este planeta, desde hace siglos, movidos por diversas y personales motivaciones.
Cuando el impulso que genera un traslado no nace de razones económicas, políticas o de desprotección social ¿a qué se debe? ¿Qué nos empuja a viajar o a cambiar de hábitat en medio de la bonanza?... ¿La curiosidad?

Al parecer, el legado de Ulises no tiene fecha de caducidad y es el viaje mismo lo que nos acaba seduciendo, o sus efectos.

Dos vertientes, la doble cara de la misma luna, pasar de un medio a otro para apreciarlos en la distancia, la ciudad, el campo, el bullicio o la serenidad del tiempo dilatado.

Nunca hubiera podido conocer a los grandes maestros de la psicología lingüística, que tan buenos ratos me proporcionan, de haber optado por permanecer inamovible junto a la retama, en esa aldea que tanto quiero.
Nunca hubiera sido capaz de descubrir lo que es una sólida y escueta red de solidaridad natural si me hubiera anclado, por inercia, en cualquier estupenda ciudad del mundo desarrollado, olvidándome del campo.

Ambos mundos son el mismo, porque a ellos se va con lo que cada uno considera imprescindible en su equipaje y en ambos, el sonido de nuestros pasos, la voz de nuestros amigos o el color de la chaqueta de siempre cobran matices tan distintos que pudiera parecer que algo se transforma.

Somos tan parte de todo cuanto se oye, de aquello que no vemos y se percibe, de lo que sucede cerca sin nuestro concurso o con él, de lo que está fuera de nosotros para envolvernos, de los otros y de los montes, del agua y del asfalto, que no es fácil escribir haikus en la Gran Vía y, sin embargo, es muy probable que cualquier texto científico resulte más sereno si de fondo, al escribir, se escucha a los mirlos canturreando sobre un fresno.

No es imprescindible elegir entre la ciudad y el campo. Al menos no por el momento, en ambos la vida se disfruta aunque de distinta manera.
Esta tarde, en el silencio de una biblioteca llena de sol, las palabras se deslizan surfeando como una pandilla de leones marinos, entre aromas de retama.

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